martes, 27 de diciembre de 2016

Vencer a uno mismo

Para muchos la vida es una carrera sin fin. Pero, ¿para llegar a dónde? Esa es la pregunta que pocos se hace y mucho menos se responden. Tal vez sobre este tema quiso hablar el afamado escritor danés Hans Christian Andersen, quien tuvo que afrontar no pocos obstáculos en su vida. Una familia pobre, una madre alcohólica, la muerte temprana de su padre, una homosexualidad reprimida e innumerables desencantos amorosos marcaron su vida y, por supuesto, su literatura.
A pesar de que Hans Christian Andersen escribió cuentos para niños, sus obras cuentan con una significación que perfectamente puede hacer pensar a los adultos. Será por eso que aun hoy, varios siglos después de la publicación de  El patito feo, La sirenita o Los corredores, dichos textos siguen estando en la preferencia de muchos. Es por ello que son considerados como clásicos de la literatura mundial, no solo danesa.
Para hablar sobre el deseo insaciable de algunos, Hans Christian Andersen se valió de una fábula. Las fábulas son aquellas narraciones que cuentan con animales en los papeles protagónicos. Estos tienen características muy parecidas a las de los hombres, sobre todo de carácter. Casi siempre sus problemas o conflictos se asemejan a las de los seres humanos.
En el cuento que nos ocupa los animales del bosque discutían sobre quién de ellos merecía el primer y el segundo premio por ser los animales más veloces. Ellos no competían en una carrera puntual, sino que el premio se daba por el desempeño de todo un año. Como les decía, las fábulas tratan, en realidad, sobre los hombres. ¿Cuántas veces hemos estado ante este tipo de situaciones, donde debemos ser evaluados por un periodo de tiempo muy largo? Casi siempre este tipo de situaciones genera tensión entre los evaluados y los evaluadores. Este fue el caso de los animales del cuento de  Hans Christian Andersen. Cada uno de ellos creía que se merecía el premio por una razón distinta a sus compañeros. La vida es de la misma manera, cada ser humano se cree con el derecho a ser reconocido por sus supuestos méritos, desestimando –casi siempre- los de sus semejantes.
Por ejemplo, la liebre creía ser la más rápida porque ella alcanzaba una velocidad muy grande al correr entre los árboles. La babosa, que también quería sobresalir, alegó que era ella la ganadora porque había invertido casi todo su tiempo en llegar a la meta. Su tesón era más importante que la rapidez de la liebre. Por otro lado, la golondrina, con su vuelo nervioso, intervino en el arbitraje argumentando que ella era la más rápida volando entre las nubes.
Pero no se crean que son solo los participantes quienes tienen criterios contradictorios, injustos y hasta egoístas. También los jurados tienen su subjetividad y comenten errores. O mejor dicho, arbitran según sus criterios personales.  Este fue el caso del burro, quien pensaba que el ganador debía ser aquel que mayor peso llevara encima. Siendo el burro un cuadrúpedo tan pesado, es lógico que lo dijo desde su punto de visto. Además, el burro habló de la belleza de los competidores y cuán importante era este aspecto para validarlos como competidores.
Otro árbitro que intervino fue el viejo mojón del bosque. En su papel de jefe de los árbitros de la competencia, dijo que su criterio se basaba en el orden alfabético de los nombres de los competidores. Este criterio es tan absurdo como obsoleto, pues la calidad de nadie se puede medir por su nombre, sino por su talento.
El cierre del cuento encierra una moraleja muy buena, pues el autor intenta también, dar su propuesta de ganador. Para él todos los son, en la medida de que disfruten de sus habilidades. Esa es una buena postura para adoptar en el futuro. No todo se trata de competir y ganarle a otros. Más bien se trata de vencer nuestras propias limitaciones.


Cuento completo de Hans Christian Andersen
LOS CAMPEONES DE SALTO
La pulga, el saltamontes y el huesecillo saltarín apostaron una vez a quién saltaba más alto, e invitaron a cuantos quisieran presenciar aquel campeonato. Hay que convenir que se trataba de tres grandes saltadores. – ¡Daré mi hija al que salte más alto! -dijo el Rey-, pues sería muy triste que las personas tuviesen que saltar de balde. Presentóse primero la pulga. Era bien educada y empezó saludando a diestro y a siniestro, pues por sus venas corría sangre de señorita, y estaba acostumbrada a no alternar más que con personas, y esto siempre se conoce. Vino en segundo término el saltamontes. Sin duda era bastante más pesadote que la pulga, pero sus maneras eran también irreprochables; vestía el uniforme verde con el que había nacido. Afirmó, además, que tenía en Egipto una familia de abolengo, y que era muy estimado en el país. Lo habían cazado en el campo y metido en una casa de cartulina de tres pisos, hecha de naipes de color, con las estampas por dentro. Las puertas y ventanas habían sido cortadas en el cuerpo de la dama de corazones. – Sé cantar tan bien -dijo-, que dieciséis grillos indígenas que vienen cantando desde su infancia – a pesar de lo cual no han logrado aún tener una casa de naipes -, se han pasmado tanto al oírme, que se han vuelto aún más delgados de lo que eran antes. Como se ve, tanto la pulga como el saltamontes se presentaron en toda forma, dando cuenta de quiénes eran, y manifestando que esperaban casarse con la princesa. El huesecillo saltarín no dijo esta boca es mía; pero se rumoreaba que era de tanto pensar, y el perro de la Corte sólo tuvo que husmearlo, para atestiguar que venía de buena familia. El viejo consejero, que había recibido tres condecoraciones por su mutismo, aseguró que el huesecillo poseía el don de profecía; por su dorso podía vaticinarse si el invierno sería suave o riguroso, cosa que no puede leerse en la espalda del que escribe el calendario. – De momento, yo no digo nada -manifestó el viejo Rey-. Me quedo a ver venir y guardo mi opinión para el instante oportuno. Había llegado la hora de saltar. La pulga saltó tan alto, que nadie pudo verla, y los demás sostuvieron que no había saltado, lo cual estuvo muy mal. El saltamontes llegó a la mitad de la altura alcanzada por la pulga, pero como casi dio en la cara del Rey, éste dijo que era un asco. El huesecillo permaneció largo rato callado, reflexionando; al fin ya pensaban los espectadores que no sabía saltar. – ¡Mientras no se haya mareado! -dijo el perro, volviendo a husmearlo. ¡Rutch!, el hueso pegó un brinco de lado y fue a parar al regazo de la princesa, que estaba sentada en un escabel de oro. Entonces dijo el Rey: – El salto más alto es el que alcanza a mi hija, pues ahí está la finura; mas para ello hay que tener cabeza, y el huesecillo ha demostrado que la tiene. A eso llamo yo talento. Y le fue otorgada la mano de la princesa. – ¡Pero si fui yo quien saltó más alto! -protestó la pulga-. ¡Bah, qué importa! ¡Que se quede con el hueso! Yo salté más alto que los otros, pero en este mundo hay que ser corpulento, además, para que os vean. Y se marchó a alistarse en el ejército de un país extranjero, donde perdió la vida, según dicen. El saltamontes se instaló en el ribazo y se puso a reflexionar sobre las cosas del mundo; y dijo a su vez: – ¡Hay que ser corpulento, hay que ser corpulento! Luego entonó su triste canción, por la cual conocemos la historia. Sin embargo, yo no la tengo por segura del todo, aunque la hayan puesto en letras de molde.

lunes, 26 de diciembre de 2016

La araña viajera

Dicen que las cosas que nos ocurren en la niñez las recordamos toda la vida, nos marcan de maneras que muchas veces ni sospechamos. Nuestros primeros amigos, nuestro primer amor, la relación con nuestros seres queridos… todo esto nos influye consciente o inconscientemente. Seguramente ese fue el caso del niño del cuento que les hago a continuación.
El niño de este cuento era muy pobre, pero le gustaba la escuela. Cada día se levantaba y salía corriendo a ver a su maestro, no sin antes darle un beso a su madre. Él sabía que la escuela es muy importante, porque allí aprendemos cosas que luego nos servirán para vivir mejor.
la-arana-viajera
Pero la vida a veces es muy complicada y no nos pone las cosas fáciles. El niño de este cuento era muy inteligente y trabajador, pero también era muy pobre. Por lo tanto, tenía poca ropa. De hecho, solo poseía un abrigo para ir a la escuela. Como usaba su abrigo todos los días, en un momento este se rompió y el niño se percató enseguida de que tenía un hueco enorme en una magna. Era un niño muy presumido, que se avergonzó terriblemente de su desaliño. Se sintió inferior a sus compañeros por su abrigo roto. No era para menos, los niños pueden ser muy crueles en sus comentarios y el protagonista de nuestra historia temía ser el hazme reír de sus colegas del colegio. Se sentó en el aula intentando aparentar normalidad, pero le fue imposible atender a las materias que el profesor impartía. Su mente se hallada justo en su costado, en el hueco enorme que había en su abrigo desteñido por el sobre uso.
Cuando llegó a casa, el niño corrió a ver a su mamá. Normalmente son estas quienes nos ayudan con los deberes, y también con las mangas descosidas. Pero el niño de este cuento tenía una madre que estaba muy ocupada trabajando de sol a sol. A las madres pobres les suele ocurrir que descuidan la crianza de sus propios hijos porque la carga de trabajo es demasiada para ellas. Como ella se pasaba el día trabajando en otra casa que no era la suya, casi nunca podía dedicarle el tiempo y la atención que su pequeño necesitaba.


El niño no se desanimó y les pidió apoyo a sus amigas del aula, pero estas tampoco fueron de mucha ayuda porque tenían sus propios problemas por resolver. A veces estamos tan acorralados por nuestros propios pensamientos, que nos olvidamos de que tenemos personas a nuestro alrededor. Ellos y ellas también necesitan de nuestra ayuda. Es increíble cómo podemos ayudar con una sonrisa o un buen gesto, no siempre se trata de prestar dinero.
Cuando el muchacho pidió socorro a su madre, a sus amigas y a las mujeres mayores que estaban a su alrededor y ninguna pudo tenderle una mano, el muchacho se descorazonó. En un acto desesperado corrió al bosque porque sentía tanta vergüenza que no podía regresar al aula. Cuando se adentró en el bosque, siguió corriendo hasta que el cansancio le hizo detenerse y agotado tirarse al suelo a descansar, de repente observo a una pequeña araña en lo más alto de la copa de un árbol, parecía que estaba llorando, entonces le pregunto:
-Arañita,¿ que te ocurre, por qué lloras?.
– y la arañita miro sorprendida al niño, y le contesto: Desde que nací, vivo en este árbol, y todos los días subo a la copa del árbol para poder ver el resto del mundo, pero como está tan lejos, nunca podré conocerlo…-¿y a ti qué te ocurre niño?
-No puedo volver al colegio, tengo un agujero en la maga de mi abrigo….
-No te preocupes-contesto la arañita-yo te lo puedo arreglar, pero tendrás que llevarme contigo, así podre conocer otras partes del mundo, estoy cansada de siempre vivir en este bosque.
-Me parece bien el trato, yo te llevaré siempre conmigo, en el bolsillo de mi abrigo, y tu podrás asomarte y conocer el mundo que yo conozca,
Entonces cosió en un momento el hueco de su abrigo. Las arañas son grandes tejedoras, que hacen sus casas en los sitios más caprichosos. Ellas pueden hacerlo porque tejen sus puertas y sus ventanas con una facilidad increíble. El hueco del niño era un asunto sencillo para ella.
Fue así como el niño de este cuento dio media vuelta sobre sus pasos, y con la arañita en el bolsillo, y salió corriendo para la escuela. Nunca más se perdió una clase, y siempre que se le estropeaba el abrigo su amiga la arañita se lo arreglaba.


El Satelite

Muy lejos, en medio del espacio, vivía el-sateliteTomy, el satélite, en una estación espacial. Tenía muchos amigos que también vivían allí, como las naves espaciales, los androides y los robots. Un día que Tomy, en su vuelo, pasó muy cerca de la terminal de carga interestelar, vio a su amigo Brúñete, la unidad de radar, junto a un cargamento, con aire triste y afligido.
—¿Qué pasa, Brúñete?
—Ay, Tomy, ¿no sabes la noticia? Quieren deshacerse de mí porque soy demasiado viejo. Van a quitarme el morro y emplearme como tapadera del cubo de la basura en la cantina espacial.
— ¡Es terrible, Brúñete! Hay que impedirlo.
Tomy siguió su ronda pensando en la desgracia de Brúñete, cuando al sobrevolar una luna cercana, vio algo que le llamó la atención. Parecía una nave espacial forastera. Descendió para investigar y se encontró con un cohete de gran tamaño, abollado, llorando en un rincón de un cráter.
— Disculpe usted, pero ¿por qué llora?
El maltrecho cohete miró a Tomy con los ojos llenos de lágrimas.
—Me he perdido. No sé regresar a casa. —¿Pero qué le ha pasado? Está lleno de abolladuras.
El cohete relató a Tomy su historia:
— Hace un par de semanas salí en misión hacia un lejano puerto espacial. Durante el viaje fui atacado por una banda de meteoritos que me golpearon y aflojaron mis tuercas y tornillos.


el-satelite-2Pero lo peor es que me robaron mi unidad de radar y ahora estoy perdido. ¡Nunca volveré a encontrar el camino de mi casa! —Caramba, qué mala suerte tienen hoy todos. En esto se le ocurrió a Tomy una gran idea.
Llamó por su radio a la abuela computadora, que era muy vieja y sabia y vivía en la estación espacial.
—Tomy llamando a la abuela, Tomy llamando a la abuela, ¿me recibes? Cambio.
—Abuela a Tomy, te recibo claro, cambio.
— Estoy en la luna TL57 y he encontrado a un cohete accidentado.
Tomy contó a la abuela su plan.
—Me parece una excelente idea, Tomy.
Te la haré llegar con Lineo, que era una nave de enlace. Cambio y cierro.
Unos minutos más tarde se oyó un potente silbido y Tomy voló para recibir a Lineo.


— Hola, Lineo, ¿la has traído?
el-satelite-3La nave de enlace abrió una escotilla y sacó una unidad de radar, vieja pero segura. —Hola, Tomy —saludó Brúñete, sonriendo.
Tomy comenzó a acoplar el radar al cohete. Apretó y apretó hasta que Brúñete soltó un grito de protesta. De pronto sonó un chasquido y Brúñete quedó encajado.
—Ya está —dijo Tomy.
—¡Gracias! Ahora podré regresar a casa. —Y yo no me convertiré en tapadera de un cubo de basura —dijo Brúñete. Entonces, con un gran estallido, el cohete surcó el espacio con la ayuda de Brúñete.


domingo, 25 de diciembre de 2016

¿Donde estan las llaves?

Yo tengo un castillo, matarile-rile-rile, yo tengo un castillo, matarile-rile-ron, pim-pom.
¿Dónde están las llaves? matarile-rile-rile,
¿dónde están las llaves? matarile-rile-ron, pim-pom.
En el fondo del mar, matarile-rile-rile, en el fondo del mar, matarile-rile-ron, pim-pom.
matarile-rile-rile, yo tengo un castillo, matarile-rile-ron, pim-pom.
¿Dónde están las llaves? matarile-rile-rile,
¿dónde están las llaves? matarile-rile-ron, pim-pom.


En el fondo del mar, matarile-rile-rile, en el fondo del mar, matarile-rile-ron, pim-pom.
¿Quién irá a buscarlas? matarile-rile-rile,
¿quién irá a buscarlas? matarile-rile-ron, pim-pom.
Irá Carmencita, matarile-rile-rile, irá Carmencita, matarile-rile-ron, pim-pom.
¿Qué oficio le pondrá? matarile-rile-rile,
¿qué oficio le pondrá?, matarile-rile-ron, pim-pom.
¿quién irá a buscarlas? matarile-rile-ron, pim-pom.
Irá Carmencita, matarile-rile-rile, irá Carmencita, matarile-rile-ron, pim-pom.
¿Qué oficio le pondrá? matarile-rile-rile,
¿qué oficio le pondrá?, matarile-rile-ron, pim-pom.
Le pondremos peinadora matarile-rile-rile, le pondremos peinadora matarile-rile-ron, pim-pom.
Este oficio tiene multa, matarile-rile-rile, este oficio tiene multa, matarile-rile-ron, pim-pom.

La dama verde del lago

Hace mucho tiempo, no lejos de Aberdovey, en Gales, se extendía al pie de unas colinas el Lago del Barbudo.
La iglesia de Aberdovey era famosa por el dulce tañido de sus campanas, y a nadie complacía tanto ese sonido como a la hermosa Dama Verde que vivía en el fondo del lago.
Todas las tardes, cuando sonaban las campanas, la dama surgía del lago acompañada por un rebaño de vacas blancas como la leche. A continuación, tras echar una mirada a su alrededor para asegurarse que no la veía nadie, llamaba a las vacas una por una:
Levantaos, hermosas mías, y seguid a vuestro guía.
Venid aquí, Centella, Terciopelo, Blancanieves y Lucero.
Había una vaca llamada Blanquita que siempre llegaba la última. Cuando no se demoraba en salir del agua, se alejaba demasiado de su ama. Una vez llegó hasta los mismos muros encalados de la gran casa de labor.
La Dama Verde la reprendió: —Recuerda, pequeña, que debemos regresar todas juntas al lago antes de que dejen de sonar las campanas.
Una tarde, mientras la Dama Verde estaba entretenida tejiendo un manto nuevo con los largos juncos, Blanquita se alejó del grupo una vez más. Echó a andar por el sendero, esmerándose en no tropezar en las piedras, hasta alcanzar la cerca de la alquería. Estaba tan ensimismada mirando por entre las barras de la cerca, que no oyó a su ama que la llamaba.
la-dama-verde-del-lago-1Pero sí oyó a una lechera de sonrosadas mejillas, de nombre Natalia.
—¡Qué vaquita tan linda! —exclamó la joven— ¿De dónde sales tú?
En esto, Iván, el joven vaquero, se aproximó a la cerca con su rebaño de vacas pardas y se detuvo para admirar a aquel curioso animal.
—¡Es una preciosidad! —dijo, acariciando el sedoso pelo de la vaquita.
Junto al lago, la Dama Verde, presintiendo el peligro, hizo sonar con fuerza su corneta de plata para advertir a Blanquita que debía regresar.
Natalia e Iván dirigieron la vista hacia el lago, protegiéndose los ojos del sol.
Mas no alcanzaron a ver a la Dama Verde, que se hallaba de pie entre los verdes y altos juncos. Entonces examinaron detenidamente el pescuezo de la vaquita para ver si llevaba su nombre o alguna señal, y al no encontrar nada, decidieron conducirla al establo para que nada malo le sucediera durante la noche. Una vez que hubieron metido en el establo a Blanquita y al resto de las vacas, cerraron la puerta y echaron el cerrojo.
Tan pronto como la Dama Verde vio lo que hacían Natalia e Iván, supo que había perdido a Blanquita, pues los duendes no pueden penetrar en un sitio donde hay una barra de hierro que les impide el paso. Llena de pesar, regresó al lago con su rebaño, y mientras el tañido de las campanas de la iglesia de Aberdovey se disipaba a lo lejos, una espesa niebla plomiza caía sobre el valle.
Aquella noche, el avaro granjero dueño de la alquería protestó por tener que alimentar a la vaquita recién llegada, y decidió deshacerse de ella. Mas a la mañana siguiente, al comprobar que daba mucha más leche que las otras vacas, cambió de parecer.


—¡Nunca he visto leche tan rica y cremosa! —exclamó—. ¡Con ella haré la mejor nata, la mejor mantequilla y el mejor queso!
—Esa vaca te hará rico, jefe —dijo Iván.
El ambicioso granjero decidió quedarse con Blanquita. La llevó a todas las ferias de la localidad para exhibirla, y la gente acudía en tropel a comprar la deliciosa mantequilla y el sabroso queso que producía su leche. A medida que pasaban los años, el granjero se hizo más y más rico, y todos los granjeros de la vecindad pagaban gustosos el precio que fuera con tal de adquirir una de las hermosas crías de Blanquita.
Al principio, Blanquita estaba muy satisfecha. Sólo cuando las campanas de la iglesia de Aberdovey sonaban al atardecer, sentíase extrañamente inquieta.


la-dama-verde-del-lago-3Y cuando vio que el granjero vendía a todos sus hijos, empezó a entristecerse. Y a dar menos leche.
Natalia e Iván se habían encariñado mucho con ella, y el día que el granjero les anunció que había pensado deshacerse de la vaca, se llevaron un disgusto descomunal.
—De un tiempo a esta parte sólo da unas pocas gotas de leche —se quejó el hombre—. Ha llegado el momento de sacrificarla.
Natalia e Iván le rogaron que les permitiese conservarla, prometiendo pagar por su alimentación con el mísero salario que recibían. Mas no hubo forma de ablandar el corazón del granjero.
A la tarde siguiente, mientras sonaban las campanas de la iglesia de Aberdovey, el granjero llevó a Blanquita a otro establo con el propósito de sacrificarla. Iván, que no deseaba ser testigo de aquello, abrió la verja de par en par y se alejó corriendo hacia el lago, donde se arrojó sobre la hierba y se puso a llorar amargamente.
A los pocos minutos Natalia se reunió con él.
—Mira, Iván —dijo de pronto la muchacha— ¡Fíjate en el lago!
la-dama-verde-del-lago-2Iván levantó la vista y se quedó pasmado. Frente a él, entre los elevados juncos, se encontraba la Dama Verde, observando la alquería en silencio. Justo en el momento en que la afilada hacha se disponía a caer sobre el pescuezo de Blanquita, la Dama Verde se llevó la cometa plateada a los labios y la hizo sonar con fuerza. El hacha se quedó suspendida en el aire, y la soga que ataba a la vaca cayó al suelo.
El granjero se quedó como petrificado,
sin poder mover ni las manos ni los pies, mientras Blanquita se alejaba trotando, atravesaba la verja y enfilaba el sendero hacia el lago.
Natalia e Iván presenciaron la escena llenos de gozo, en tanto que la Dama Verde cantaba:
Vuelve a casa, mi blanca vaquita,
Regresa al lago sin demora.
Te llama tu ama, escúchala bien,
Para que te juntes con tus queridos hijos.
En esto, ante el asombro de Natalia e Iván, todas las crías de Blanquita salieron desfilando de las granjas vecinas. Primero una por una, luego de dos en dos y de tres en tres, avanzaron en fila hacia el lago y lo rodearon como una guirnalda de margaritas.
la-dama-verde-del-lago-4La Dama Verde se abrazó al cuello de Blanquita. A continuación, se acercó a las vaquitas y las acarició una por una, hasta llegar a la más grande y robusta. Entonces, dirigiéndose a Natalia e Iván, sonrió y dijo:
—Aquí tenéis mi recompensa a vuestra bondad. Sé que cuidaréis de esta vaquita con tanto mimo como de Blanquita.
Pero antes debo convertirla en una vaca distinta de las vacas encantadas del lago. —Y tocando la cabeza de la vaquita, dijo:
Despréndete de tu inmaculada blancura
Y toma el color oscuro de la noche.
Y al decir estas palabras, la vaquita mudó de color. Ya no era blanca, sino . negra de la cabeza a los pies.
La Dama Verde se acercó a la orilla del lago e hizo una señal al rebaño de vacas blancas para que la siguieran. A los pocos momentos habían desaparecido todas en el fondo de las aguas, en el preciso instante en que enmudecían las campanas de Aberdovey.
la-dama-verde-del-lago-5De no percibir en aquellos momentos los mugidos de la vaquita negra, Natalia e Iván hubieran creído que estaban soñando Pero su regalo del lago jamás caerá en el olvido, pues la robusta vaquita fue el primer ejemplar de la famosa especie bovina de Gales, conocida hoy en el mundo entero.

sábado, 24 de diciembre de 2016

Heidi en la Ciudad


—Y con esto Heidi se quedó dormida, feliz de hallarse de nuevo en ,o casita de la montaña.


heidi-vuelve-con-su-abuelo

Había anochecido cuando Heidi y su tía Adela llegaron a Francfort.
Anduvieron por calles estrechas y oscuras hasta dar con una casa muy grande y de aspecto lóbrego. Adela llamó al timbre.
—He traído a Heidi para que haga compañía a Clara —dijo al mayordomo cuando éste abrió la puerta. A continuación, fueron conducidas al estudio, donde las esperaba Clara con la señorita Rottenmeier, la institutriz.
Clara se hallaba sentada en una silla de ruedas y estaba muy pálida y delgada, pero parecía muy contenta de ver a Heidi.
—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó la señorita Rottenmeier.
—Me llamo Heidi, ¿y usted?
—¡Descarada! Heidi no es un nombre. Aquí te llamaremos Adelaida.
—Pero si me llamo Heidi. ¿Sabe otra cosa? Su criado es igualito a Pedro, el chico que guarda las cabras.
Clara se tapó la boca y rió, pero a la señorita Rottenmeier no le hizo ninguna gracia la salida de Heidi.
—¿Qué has aprendido mientras vivías con tu abuelo?
Heidi lo pensó un rato y luego contestó:
—Pues he aprendido que las flores se  marchitan si las arrancas y que las montañas enrojecen cuando el sol se despide de ellas con un beso, he aprendido a ordeñar cabras, a hacer queso, a…
clara-cuento-heidi—¡Basta! ¿Qué libros has estudiado?
—¿Libros? No he estudiado ningún libro, porque no sé leer.
—¿Que no sabes leer? —repitió la señorita
Rottenmeier escandalizada.
Clara, en cambio, batió palmas y se echó a reír.
—Me parece que vamos a pasarlo muy bien juntas, Heidi


—dijo, cuando la señorita Rottenmeier salió de la habitación.
A la mañana siguiente, cuando Heidi se despertó, saltó de la cama y corrió a mirar por una ventana. Pero las cortinas eran gruesas y pesadas y no había manera de abrir la ventana. Como un pajarito enjaulado, corrió de una ventana a otra, intentando abrirlas para respirar el aire de la mañana.
Después del desayuno había clase en el estudio. A Heidi le resultaba poco menos que imposible permanecer sentada y calladita, y cuando la señorita Rottenmeier no la miraba, le contaba a Clara cosas de abuelo Anselmo, de las cabras, de la abuelita de Pedro y del trineo.
¡Pobrecita Heidi! Cada mañana se repetía la misma historia. Se despertaba en la espaciosa y sombría habitación y luego asistía a las aburridas clases de la señorita Rottenmeier.
Y aunque llegó a tomarle mucho cariño a Clara, añoraba a su abuelo. Todas las tardes, cuando no había moros en la costa, miraba por las altas ventanas cerradas herméticamente y se imaginaba que ya se encontraba de vuelta en las montañas, en compañía de Pedro y las cabras.
A medida que pasaban las semanas, cada vez se le hacía más insoportable seguir allí. Una mañana, en vez de ponerse uno de los vestidos que le había dado Clara, se puso sus enaguas de algodón y su viejo sombrero de paja y abandonó la habitación de puntillas, decidida a escapar. Pero cuando se disponía a bajar las escaleras, apareció la señorita Rottenmeier en el descansillo y exclamó:
—¡Adelaida! ¿A dónde vas? ¡Te he dicho que no debes salir nunca sola de paseo!
—Es que no salía a dar un paseo. Me marcho a mi casa. Copito de Nieve debe sentirse muy sola y la abuelita se extrañará de que yo no vaya a visitarla. El abuelo me necesita para que le ayude en las tareas de la casa, ¡y yo quiero ver al sol despedirse de las montañas con un beso, ea!
rottermeier—¡Eres una ingrata! —le gritó la institutriz—. Vives en esta espléndida mansión, tienes una cama blanda y confortable, vestidos nuevos que ponerte y tienes a Clara de compañera. ¿Qué más quieres? Y ese ridículo en vez de ponerse uno de los vestidos que le había dado Clara, se puso sus enaguas de algodón y su viejo sombrero de paja y abandonó la habitación de puntillas, decidida a escapar. Pero cuando se disponía a bajar las escaleras, apareció la señorita Rottenmeier en el descansillo y exclamó:
—¡Adelaida! ¿A dónde vas? ¡Te he dicho que no debes salir nunca sola de paseo!
—Es que no salía a dar un paseo. Me marcho a mi casa. Copito de Nieve debe sentirse muy sola y la abuelita se extrañará de que yo no vaya a visitarla. El abuelo me necesita para que le ayude en las tareas de la casa, ¡y yo quiero ver al sol despedirse de las montañas con un beso, ea!
—¡Eres una ingrata! —le gritó la institutriz—. Vives en esta espléndida mansión, tienes una cama blanda y confortable, vestidos nuevos que ponerte y tienes a Clara de compañera. ¿Qué más quieres? Y ese ridículo sombrero que llevas puesto, ya te lo -estás quitando en seguida.
Y dirigiéndose a Sebastián, el mayordomo, le ordenó:
—Coge el sombrero de la niña y quémalo.
senorita-rottenmeier—¡No, mi sombrero no! —Pero la señorita Rottenmeier se lo arrebató de la cabeza y se lo entregó a Sebastián.
Heidi corrió a su habitación y lloró desconsoladamente hasta que creyó que se le iba a partir el corazón.
Mas aquella noche, al acostarse, halló su viejo sombrero escondido debajo de la cama. Sebastián había decidido no quemarlo.
Las semanas se sucedían y la primavera dio paso al verano.
Clara se ponía cada vez más fuerte y alegre.
mientras Heidi estaba cada día más triste y delgada. Un día, el padre de Clara regresó de un viaje de negocios al extranjero. La institutriz salió a recibirle y le dijo:
—¡Francamente, señor Sesemann, no estoy conforme con esta situación! ¡Hay que poner remedio inmediatamente!
—¿Pues qué sucede, señorita Rottenmeier? ¿Le ocurre algo a Clara?
—No, se trata de la otra niña, Adelaida. Es preciso que se marche de aquí. Tiene una influencia nefasta sobre Clara. ¡La semana pasada, sin ir más lejos, trajo a casa unos gatitos que se había encontrado abandonados! Además, siempre le está llenando a Clara la cabeza con absurdas historias de cabras, pájaros, trineos y no sé cuántas cosas más…. ¡Y todavía no ha aprendido a leer, ni una sola palabra!
El señor Sesemann subió a la habitación de su hija, a la que halló sentada junto a la ventana.


clara-y-heidi—Clara, tengo entendido que no te conviene la compañía de Heidi. La señorita Rottenmeier dice que debo echarla de aquí.
—¡Oh, no, papá! Es mi amiga. Desde que Heidi vive con nosotros, todos los días sucede algo emocionante. Nos divertimos muchísimo, ¡y ya no me siento sola! ¡Por favor, no la eches!
Heidi permaneció en la casa de Francfort, aunque a menudo lloraba hasta quedar dormida; deseaba con toda el alma acostarse en su lecho de heno en el desván de abuelo Anselmo.
Un día tuvieron noticia de la llegada de otro visitante. Se trataba de la abuela de Clara. Desde el primer momento, a Heidi le cayó muy simpática.
—Tú debes ser Adelaida —dijo la abuela con una sonrisa.
—Pero siempre me han llamado Heidi, distinguida señora.
La anciana soltó una sonora carcajada y dijo:
—¡Distinguida señora!
¿Es así como hablas a las gentes de las montañas?
Debes llamarme abuela, como hace Clara.
heidi-y-abuela-claraY yo te llamaré Heidi. Ahora ven a abrir el regalo que te he traído.
El regalo de la abuela consistía en un magnífico libro con ilustraciones. Había un dibujo de una ballena, otro de un barco, un tercero de un asno y otro más de una montaña. Y había también uno de un pastor guardando un rebaño de cabras. Al verlo, Heidi se echó a llorar.
La abuela le acarició el cabello y dijo suavemente:
—A que te recuerda a alguna persona o lugar, ¿me equivoco? ¿Quieres que te lea el cuento que lo acompaña?
—¡Sí, sí! ¡Por favor!
Heidi le pidió a la abuela que leyera el cuento una y otra vez, pues no se cansaba de oírlo.
—Cómo me gustaría poder leerlo yo misma —suspiró, descansando la cabeza en las . rodillas de la anciana.
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó la abuela de Clara.
—Es que no sé leer. Pedro siempre decía que era muy difícil.
A partir de entonces, la abuela dedicaba todos los días una hora a enseñar a Heidi á leer. La niña encontraba más sencillas las explicaciones de la anciana que las de la señorita Rottenmeier.
Poco a poco los garabatos de las páginas comenzaron a adquirir sentido para Heidi, y en seguida aprendió a leer.
Por las noches, se llevaba el hermoso volumen a la cama y miraba arrobada el dibujo del pastor y las cabras paciendo al atardecer. Mas Heidi no le contó a nadie lo mucho que añoraba las montañas. Clara se había hecho muy amiga de ella, y la abuela…………la trataba con tanto cariño que a Heidi no le parecía correcto lamentarse.
Pero una mañana, a la hora del desayuno, cuando las niñas fueron a estudiar, la abuela preguntó al señor Sesemann:
—¿Estaba Heidi así de delgada cuando llegó de Dorfli?
—¿Delgada, dices? Si estaba tan morena y fuerte que Clara parecía un fantasma a su lado.
—¿Y no tenía esas horribles ojeras?
—¿Qué ojeras? Pero si siempre estaba más contenta que unas pascuas.
La anciana sacudió la cabeza, carraspeó y dijo:
—Pues algo hay que la hace desgraciada y yo temo que vaya a enfermar.
Aquel día, más tarde, la abuela llamó a Heidi y a Clara a su habitación.
—Clara —dijo a su nieta—, ¿te gusta que Heidi viva aquí y te haga compañía?
Clara, sorprendida, se echó a reír y contestó: —¡Pues claro que sí! Es mi mejor amiga. Desde que Heidi está aquí, ya ni siquiera me importa ser inválida.
—Pero supongamos que Heidi estuviera enferma, tan enferma que fuera preciso que se ausentara una temporada para ponerse bien.
—No quiero que se ponga enferma Heidi. Por supuesto que debemos enviarla fuera si con esto se va a recuperar.
La abuela besó a Clara repetidamente y dijo complacida:
—Supuse que dirías eso. Heidi, lo que tú padeces es añoranza, y ésa puede ser una enfermedad muy grave.
—¿Añoranza? —repitió Heidi, confundida— ¿Pero adonde me enviarán?
La abuela la miró muy seria.
—Sólo hay un medio de curar la añoranza.
Y sólo existe un lugar donde te pondrás bien.
—¿Cuál es? ¿Dónde van a enviarme? —insistió Heidi.
—¡Pues a tu casa, boba! —dijo Clara riendo.
—Sí, debes ir a tu casa con tu abuelo Anselmo, la abuelita, Pedro, Ursula y todos tus amigos.
Heidi no creía lo que oía. Mas a la mañana siguiente le prepararon una maleta, en la que iba su viejo sombrero de paja junto con algunos vestidos nuevos.
Cuando llegó el momento en que debía partir Heidi, Clara rompió a llorar.
heidi-vuelve-a-las-montanasSebastián  la llevó a la estación. Su alegría crecía por momentos, viendo pasar desde la ventanilla las casas de Francfort que iban quedando atrás.
Cuando llegó a Dorfli, acudió a recibirla el molinero, quien la condujo en su destartalado coche de caballos a casa del abuelo Anselmo. Heidi contempló de nuevo las verdes praderas, las montañas coronadas de nieve y el sol del atardecer arrancando destellos rojizos a las rocas. Al llegar a mitad de camino de la casita en la montaña,
Heidi vio al abuelo sentado junto a la puerta, observando el valle que se extendía a sus pies.
Heidi saltó del coche y corrió hacia él, echándole los brazos al cuello y repitiendo sin cesar:
—¡Abuelo! ¡Oh, abuelo!
El anciano no dijo nada, mas por primera vez en muchos años tenía los ojos llenos de lágrimas.
—De modo que has regresado a casa de tu viejo abuelo, ¿eh? ¿Es que no te daban de comer en la gran ciudad? ¡Qué pálida y delgada estás! ..••• .
—Nada me sabía ni la mitad de bien que la leche de Mariposa —dijo Heidi, riendo y besando al anciano. Luego entró en la casita tras él, entusiasmada al ver que todo seguía tal como ella lo recordaba. Acto seguido, se sentó en su silla alta y se tomó un tazón de leche.
heidi-vuelve-con-su-abuelo Mientras el sol se ponía tras las montañas, aparecieron Flor y Mariposa, y Heidi sintió que había recuperado la dicha.
Aquella noche, acostada en su camita del desván, murmuró en voz baja:
—Qué tonta soy, abuelo. Cuando vivía en Francfort te echaba de menos a ti, y ahora que estoy de vuelta aquí, presiento que voy a echar de menos a Clara.


—Pues si eso te hace feliz —contestó el anciano—, pediremos a Clara que venga a visitarnos.


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