—Y con esto Heidi se quedó dormida, feliz de hallarse de nuevo en ,o casita de la montaña.
Había anochecido cuando Heidi y su tía Adela llegaron a Francfort.
Anduvieron por calles estrechas y oscuras hasta dar con una casa muy grande y de aspecto lóbrego. Adela llamó al timbre.
—He traído a Heidi para que haga compañía a Clara —dijo al mayordomo cuando éste abrió la puerta. A continuación, fueron conducidas al estudio, donde las esperaba Clara con la señorita Rottenmeier, la institutriz.
Clara se hallaba sentada en una silla de ruedas y estaba muy pálida y delgada, pero parecía muy contenta de ver a Heidi.
—¿Cómo te llamas, niña? —preguntó la señorita Rottenmeier.
—Me llamo Heidi, ¿y usted?
—¡Descarada! Heidi no es un nombre. Aquí te llamaremos Adelaida.
—Pero si me llamo Heidi. ¿Sabe otra cosa? Su criado es igualito a Pedro, el chico que guarda las cabras.
Clara se tapó la boca y rió, pero a la señorita Rottenmeier no le hizo ninguna gracia la salida de Heidi.
—¿Qué has aprendido mientras vivías con tu abuelo?
Heidi lo pensó un rato y luego contestó:
—Pues he aprendido que las flores se marchitan si las arrancas y que las montañas enrojecen cuando el sol se despide de ellas con un beso, he aprendido a ordeñar cabras, a hacer queso, a…
clara-cuento-heidi—¡Basta! ¿Qué libros has estudiado?
—¿Libros? No he estudiado ningún libro, porque no sé leer.
—¿Que no sabes leer? —repitió la señorita
Rottenmeier escandalizada.
Clara, en cambio, batió palmas y se echó a reír.
—Me parece que vamos a pasarlo muy bien juntas, Heidi
—dijo, cuando la señorita Rottenmeier salió de la habitación.
A la mañana siguiente, cuando Heidi se despertó, saltó de la cama y corrió a mirar por una ventana. Pero las cortinas eran gruesas y pesadas y no había manera de abrir la ventana. Como un pajarito enjaulado, corrió de una ventana a otra, intentando abrirlas para respirar el aire de la mañana.
Después del desayuno había clase en el estudio. A Heidi le resultaba poco menos que imposible permanecer sentada y calladita, y cuando la señorita Rottenmeier no la miraba, le contaba a Clara cosas de abuelo Anselmo, de las cabras, de la abuelita de Pedro y del trineo.
¡Pobrecita Heidi! Cada mañana se repetía la misma historia. Se despertaba en la espaciosa y sombría habitación y luego asistía a las aburridas clases de la señorita Rottenmeier.
Y aunque llegó a tomarle mucho cariño a Clara, añoraba a su abuelo. Todas las tardes, cuando no había moros en la costa, miraba por las altas ventanas cerradas herméticamente y se imaginaba que ya se encontraba de vuelta en las montañas, en compañía de Pedro y las cabras.
A medida que pasaban las semanas, cada vez se le hacía más insoportable seguir allí. Una mañana, en vez de ponerse uno de los vestidos que le había dado Clara, se puso sus enaguas de algodón y su viejo sombrero de paja y abandonó la habitación de puntillas, decidida a escapar. Pero cuando se disponía a bajar las escaleras, apareció la señorita Rottenmeier en el descansillo y exclamó:
—¡Adelaida! ¿A dónde vas? ¡Te he dicho que no debes salir nunca sola de paseo!
—Es que no salía a dar un paseo. Me marcho a mi casa. Copito de Nieve debe sentirse muy sola y la abuelita se extrañará de que yo no vaya a visitarla. El abuelo me necesita para que le ayude en las tareas de la casa, ¡y yo quiero ver al sol despedirse de las montañas con un beso, ea!
rottermeier—¡Eres una ingrata! —le gritó la institutriz—. Vives en esta espléndida mansión, tienes una cama blanda y confortable, vestidos nuevos que ponerte y tienes a Clara de compañera. ¿Qué más quieres? Y ese ridículo en vez de ponerse uno de los vestidos que le había dado Clara, se puso sus enaguas de algodón y su viejo sombrero de paja y abandonó la habitación de puntillas, decidida a escapar. Pero cuando se disponía a bajar las escaleras, apareció la señorita Rottenmeier en el descansillo y exclamó:
—¡Adelaida! ¿A dónde vas? ¡Te he dicho que no debes salir nunca sola de paseo!
—Es que no salía a dar un paseo. Me marcho a mi casa. Copito de Nieve debe sentirse muy sola y la abuelita se extrañará de que yo no vaya a visitarla. El abuelo me necesita para que le ayude en las tareas de la casa, ¡y yo quiero ver al sol despedirse de las montañas con un beso, ea!
—¡Eres una ingrata! —le gritó la institutriz—. Vives en esta espléndida mansión, tienes una cama blanda y confortable, vestidos nuevos que ponerte y tienes a Clara de compañera. ¿Qué más quieres? Y ese ridículo sombrero que llevas puesto, ya te lo -estás quitando en seguida.
Y dirigiéndose a Sebastián, el mayordomo, le ordenó:
—Coge el sombrero de la niña y quémalo.
senorita-rottenmeier—¡No, mi sombrero no! —Pero la señorita Rottenmeier se lo arrebató de la cabeza y se lo entregó a Sebastián.
Heidi corrió a su habitación y lloró desconsoladamente hasta que creyó que se le iba a partir el corazón.
Mas aquella noche, al acostarse, halló su viejo sombrero escondido debajo de la cama. Sebastián había decidido no quemarlo.
Las semanas se sucedían y la primavera dio paso al verano.
Clara se ponía cada vez más fuerte y alegre.
mientras Heidi estaba cada día más triste y delgada. Un día, el padre de Clara regresó de un viaje de negocios al extranjero. La institutriz salió a recibirle y le dijo:
—¡Francamente, señor Sesemann, no estoy conforme con esta situación! ¡Hay que poner remedio inmediatamente!
—¿Pues qué sucede, señorita Rottenmeier? ¿Le ocurre algo a Clara?
—No, se trata de la otra niña, Adelaida. Es preciso que se marche de aquí. Tiene una influencia nefasta sobre Clara. ¡La semana pasada, sin ir más lejos, trajo a casa unos gatitos que se había encontrado abandonados! Además, siempre le está llenando a Clara la cabeza con absurdas historias de cabras, pájaros, trineos y no sé cuántas cosas más…. ¡Y todavía no ha aprendido a leer, ni una sola palabra!
El señor Sesemann subió a la habitación de su hija, a la que halló sentada junto a la ventana.
clara-y-heidi—Clara, tengo entendido que no te conviene la compañía de Heidi. La señorita Rottenmeier dice que debo echarla de aquí.
—¡Oh, no, papá! Es mi amiga. Desde que Heidi vive con nosotros, todos los días sucede algo emocionante. Nos divertimos muchísimo, ¡y ya no me siento sola! ¡Por favor, no la eches!
Heidi permaneció en la casa de Francfort, aunque a menudo lloraba hasta quedar dormida; deseaba con toda el alma acostarse en su lecho de heno en el desván de abuelo Anselmo.
Un día tuvieron noticia de la llegada de otro visitante. Se trataba de la abuela de Clara. Desde el primer momento, a Heidi le cayó muy simpática.
—Tú debes ser Adelaida —dijo la abuela con una sonrisa.
—Pero siempre me han llamado Heidi, distinguida señora.
La anciana soltó una sonora carcajada y dijo:
—¡Distinguida señora!
¿Es así como hablas a las gentes de las montañas?
Debes llamarme abuela, como hace Clara.
heidi-y-abuela-claraY yo te llamaré Heidi. Ahora ven a abrir el regalo que te he traído.
El regalo de la abuela consistía en un magnífico libro con ilustraciones. Había un dibujo de una ballena, otro de un barco, un tercero de un asno y otro más de una montaña. Y había también uno de un pastor guardando un rebaño de cabras. Al verlo, Heidi se echó a llorar.
La abuela le acarició el cabello y dijo suavemente:
—A que te recuerda a alguna persona o lugar, ¿me equivoco? ¿Quieres que te lea el cuento que lo acompaña?
—¡Sí, sí! ¡Por favor!
Heidi le pidió a la abuela que leyera el cuento una y otra vez, pues no se cansaba de oírlo.
—Cómo me gustaría poder leerlo yo misma —suspiró, descansando la cabeza en las . rodillas de la anciana.
—¿Y por qué no lo haces? —preguntó la abuela de Clara.
—Es que no sé leer. Pedro siempre decía que era muy difícil.
A partir de entonces, la abuela dedicaba todos los días una hora a enseñar a Heidi á leer. La niña encontraba más sencillas las explicaciones de la anciana que las de la señorita Rottenmeier.
Poco a poco los garabatos de las páginas comenzaron a adquirir sentido para Heidi, y en seguida aprendió a leer.
Por las noches, se llevaba el hermoso volumen a la cama y miraba arrobada el dibujo del pastor y las cabras paciendo al atardecer. Mas Heidi no le contó a nadie lo mucho que añoraba las montañas. Clara se había hecho muy amiga de ella, y la abuela…………la trataba con tanto cariño que a Heidi no le parecía correcto lamentarse.
Pero una mañana, a la hora del desayuno, cuando las niñas fueron a estudiar, la abuela preguntó al señor Sesemann:
—¿Estaba Heidi así de delgada cuando llegó de Dorfli?
—¿Delgada, dices? Si estaba tan morena y fuerte que Clara parecía un fantasma a su lado.
—¿Y no tenía esas horribles ojeras?
—¿Qué ojeras? Pero si siempre estaba más contenta que unas pascuas.
La anciana sacudió la cabeza, carraspeó y dijo:
—Pues algo hay que la hace desgraciada y yo temo que vaya a enfermar.
Aquel día, más tarde, la abuela llamó a Heidi y a Clara a su habitación.
—Clara —dijo a su nieta—, ¿te gusta que Heidi viva aquí y te haga compañía?
Clara, sorprendida, se echó a reír y contestó: —¡Pues claro que sí! Es mi mejor amiga. Desde que Heidi está aquí, ya ni siquiera me importa ser inválida.
—Pero supongamos que Heidi estuviera enferma, tan enferma que fuera preciso que se ausentara una temporada para ponerse bien.
—No quiero que se ponga enferma Heidi. Por supuesto que debemos enviarla fuera si con esto se va a recuperar.
La abuela besó a Clara repetidamente y dijo complacida:
—Supuse que dirías eso. Heidi, lo que tú padeces es añoranza, y ésa puede ser una enfermedad muy grave.
—¿Añoranza? —repitió Heidi, confundida— ¿Pero adonde me enviarán?
La abuela la miró muy seria.
—Sólo hay un medio de curar la añoranza.
Y sólo existe un lugar donde te pondrás bien.
—¿Cuál es? ¿Dónde van a enviarme? —insistió Heidi.
—¡Pues a tu casa, boba! —dijo Clara riendo.
—Sí, debes ir a tu casa con tu abuelo Anselmo, la abuelita, Pedro, Ursula y todos tus amigos.
Heidi no creía lo que oía. Mas a la mañana siguiente le prepararon una maleta, en la que iba su viejo sombrero de paja junto con algunos vestidos nuevos.
Cuando llegó el momento en que debía partir Heidi, Clara rompió a llorar.
heidi-vuelve-a-las-montanasSebastián la llevó a la estación. Su alegría crecía por momentos, viendo pasar desde la ventanilla las casas de Francfort que iban quedando atrás.
Cuando llegó a Dorfli, acudió a recibirla el molinero, quien la condujo en su destartalado coche de caballos a casa del abuelo Anselmo. Heidi contempló de nuevo las verdes praderas, las montañas coronadas de nieve y el sol del atardecer arrancando destellos rojizos a las rocas. Al llegar a mitad de camino de la casita en la montaña,
Heidi vio al abuelo sentado junto a la puerta, observando el valle que se extendía a sus pies.
Heidi saltó del coche y corrió hacia él, echándole los brazos al cuello y repitiendo sin cesar:
—¡Abuelo! ¡Oh, abuelo!
El anciano no dijo nada, mas por primera vez en muchos años tenía los ojos llenos de lágrimas.
—De modo que has regresado a casa de tu viejo abuelo, ¿eh? ¿Es que no te daban de comer en la gran ciudad? ¡Qué pálida y delgada estás! ..••• .
—Nada me sabía ni la mitad de bien que la leche de Mariposa —dijo Heidi, riendo y besando al anciano. Luego entró en la casita tras él, entusiasmada al ver que todo seguía tal como ella lo recordaba. Acto seguido, se sentó en su silla alta y se tomó un tazón de leche.
heidi-vuelve-con-su-abuelo Mientras el sol se ponía tras las montañas, aparecieron Flor y Mariposa, y Heidi sintió que había recuperado la dicha.
Aquella noche, acostada en su camita del desván, murmuró en voz baja:
—Qué tonta soy, abuelo. Cuando vivía en Francfort te echaba de menos a ti, y ahora que estoy de vuelta aquí, presiento que voy a echar de menos a Clara.
—Pues si eso te hace feliz —contestó el anciano—, pediremos a Clara que venga a visitarnos.
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